Hay tiempo de todo, hay tiempo para todo. Podemos vivir sumidos en la vorágine de la rutina diaria, de sentirnos agobiados, apremiados e incluso superados. Vivir la vida esperando que “algo” suceda, mientras tomamos una bocanada de aire antes de hundirnos bajo las olas de las actividades diarias.
Simplemente ya pasé por ahí y sé que no es lo que quiero. Quiero poder vivir con la alegría serena de saber que todo estará bien, confiando, amando y trabajando. Por eso gradezco a Dios el don de la esperanza.
Es una de las tres virtudes teologales (que vienen de Dios), junto con la fe y la caridad. He aprendido la importancia de darle su justo lugar, sin caer en errores interpretativos. Me refiero a esperar que “algo mágico” pase y cambie la realidad, lo cual por muy esperanzados que seamos no me suena muy lógico. Tenemos que entender que la esperanza no puede suplir el sentido común, por muy virtuosa que pueda parecernos. La esperanza implica aguardar, de forma activa, a que las circunstancias mejoren. Muchas veces nuestra realidad mejora no con un golpe de varita mágica, sino con el trabajo constante ante circunstancias cambiantes. Por poner un ejemplo: Yo sabía que eventualmente conocería a una mujer que llenaría por completo todas mis aspiraciones y, para poder ser coherente con esa esperanza, me esforzaba para poder estar a la altura de esa persona maravillosa, para poder resultarle interesante y comenzar nuestra historia de amor.
Somos llamados a vivir con esperanza pero también a vivir coherentemente con ésta. a Saber dar razón y vida a eso que nos motiva y que sabemos, más por fe que por experiencia, que se acerca a nosotros.
