Mi relación con mi papa siempre se dio por pequeños lapsos de tiempo. En uno de esos lapsos, intentó enseñarme a nadar. Fue la mayor cantidad de tiempo que pasó conmigo y cada uno de esos días implicó una hora o dos en la piscina. Con lluvia o con frío, ahí estuvimos. Creo que se rindió porque en la siguiente temporada paternal ya no hubo más de esas torturas matutinas. Yo no volví a nadar.
En verano nos regalaron la membresía a una piscina, no me pareció tan mala idea (es verano en Tabasco y el calor inspira), y descubrí lo hermoso que es nadar. Llevo años negándome a esto. Pude haber aprendido de un muy buen nadador, mi papá; y no lo hice. Hay tantas cosas a las que nos negamos o que abrazamos con todo el corazón porque lo hemos aprendido en casa. Tantas ideas preconcebidas del mundo y de nosotros mismos, que recibimos como una herencia que ni queríamos y ni esperábamos, pero con la que construimos nuestra propia existencia.
A medida que pasan los años y considero las herencias que yo misma pasaré a mis hijos, aparecen con mayor claridad ciertas ideas:
La primera, que lo que se nos dio ha sido con amor. Con amor pobre, bueno, poco, mucho, chafa, sacrificado, …. Pero en cualquier medida, se nos ha amado, y eso es siempre algo de lo cual sentirse agradecido.
La segunda, que no porque se me haya dado algo con amor signifique que debo hacerlo mío. Las dosis de sabiduría parental, ganadas a lo largo de muchas experiencias y sufrimientos, no necesariamente estén cargadas de pura verdad. Y tampoco todo en ellas es malo. Son las experiencias de quienes nos presidieron y quieren que nos vaya bien. Así que con toda objetividad, vale hacer un recuento de lo aprendido y decidir con qué nos queremos quedar, y qué vamos a dejar ir.
La tercera es un llamado a la humildad. Es muy de adolescentes tener esa soberbia que te hace creer que tu podrías haber hecho mejor, que eres más listo, que eres superior. Ahora que yo soy el adulto responsable, siento la desolación del tomar decisiones sin saber a ciencia cierta si son las mejores.
Así pues, la última idea es ver las cosas desde la serenidad. “Te vuelves maduro cuando puedes juzgar a tus papás sin odio ni resentimiento, perdonar sus fallos y reconocer sus aciertos”. Desde este plano, y con una edad parecida a la que ellos tenían cuando yo iba en la primaria, puedo entenderles mejor, juzgarles menos y agradecerles infinitamente más.
Cargamos pues con un montón de herencias grandes y pequeñas. Habrá que rematar algunas, habrá que valorar y redescubrir otras sabiéndonos ricos al ser herederos de una vida que podemos moldear según nuestros deseos.